Sunday, July 29, 2007

SULTANATOS OLVIDADOS

El miércoles apareció en La Vanguardia un texto inedito de Jordi Esteva con motivo de la exposición de fotografía que documenta parte de su viaje a tierras de África. El texto es tan evocador que por momentos uno se ve sumergido en islas y paises tan lejanos que uno solo logra recordar por aquellos cuentos que leía cuando era pequeño.

JORDI ESTEVA

En la costa de Tanzania, al sur de la desembocadura del Rufiji, se encuentran las ruinas del sultanato de Quiloa. Poco queda del antiguo esplendor; las lianas penden sobre las viejas mezquitas y la maleza oculta las tumbas de mercaderes y sultanes. Resulta difícil imaginar que en otros tiempos se tratara de una de las florecientes ciudades estado de la costa del África Oriental que, como Mombasa, Malindi o Pemba, alcanzaron una gran prosperidad, que acabó bruscamente con la irrupción de los portugueses en el Índico, a finales del siglo XV.

Del palacio de Husani Kuba apenas permanecen en pie unos pocos muros. Debió de ser inmenso. Con sus más de cien estancias, fue durante siglos el edificio más grande del África subsahariana. Una piscina octogonal donde, según la tradición, se bañaba el sultán con sus concubinas, domina el manglar y la vista se pierde en una maraña de canales. Resulta muy difícil adivinar dónde está la salida al mar o distinguir entre tierra firme y las islas. Con las mareas, además, aparecen y desaparecen peligrosos islotes y en el vapor de la calima emergen de la nada arrecifes que dificultan aún más el acceso.

La melancolía invade al visitante, que se pregunta: ¿Cómo surgieron esos orgullosos sultanatos en tan remotos lugares?

Según la leyenda, recogida en la Crónica de Quiloa, la ciudad fue fundada por Alí bin Hasán, hijo de un príncipe de Shiraz, que se había casado con una esclava etíope. Un día el príncipe tuvo un sueño: una gran rata, con dientes duros como el hierro, roía las murallas de aquella ciudad persa. Aquello no auguraba nada bueno y el mago de Shiraz le dijo que la rata vaticinaba ruina. De modo que el príncipe y sus siete hijos se embarcaron en siete navíos con destino a estas costas, y cada unos de ellos se estableció en un lugar diferente. A Alí bin Hasán le tocó Quiloa. Cuando llegó a la isla, hizo un trato con los nativos. Les daría todas las telas que transportaba en su gran dhow a cambio de todo el terreno que se pudiera cubrir con ellas. Así que trazó un círculo uniendo todos aquellos tejidos y se quedó con todo el perímetro que abarcaban.

Al igual que los otros sultanatos de la llamada Costa de los Zenj, su vida de esplendor fue corta, apenas tres siglos. Antes del islam, no eran más que asentamientos primitivos situados en islas cercanas a la costa, donde los árabes trocaban mercancías con los bantúes, a salvo de los ataques de las tribus del interior. Del interior de África llegaban marfiles, concha de tortuga, ébano, cuerno de rinoceronte, ámbar gris, pieles de animales salvajes, troncos de manglar, oro y esclavos. Con los siglos fueron cobrando importancia: eran escalas de primerísimo orden en la ruta de los árabes del mar, que recorrían el Índico en sus veleros gracias a su conocimiento de los vientos. Cada año, con el monzón de verano, arribaban de Arabia con sus naves repletas de sacos de sal, dátiles, tiburón en salazón, lana, cuero repujado, mirra e incienso. De la India y China traían sedas, porcelana, gemas, alfombras y especias. Los marinos permanecían unos meses esperando a que girara el monzón. Y cuando se levantaba el monzón de verano, que soplaba en dirección contraria, regresaban a sus puertos o proseguían hacia la India y China con las naves cargadas de las riquezas de África.

Fueron los árabes del reino de Saba los primeros en surcar estas costas. Probablemente durante una tormenta, un velero fue arrastrado a algún lugar del África Oriental, donde sus tripulantes pudieron maravillarse de las riquezas que en la Costa de los Zenj abundaban; cuando, a los pocos meses, el viento cambió de dirección, soplando constantemente desde el sur, el velero pudo regresar a las costas de Arabia. De este modo, los árabes del mar descubrieron cómo sacar provecho de los monzones. Sin sospecharlo, aquel velero a la deriva acababa de inaugurar una ruta comercial que dio a los árabes el monopolio de las especias que acabaría por levantar la codicia de portugueses y españoles, dando lugar a la era de los grandes descubrimientos.

Algunos años, los monzones no eran regulares y los vientos dejaban de soplar antes de que las naves hubieran abandonado África, por lo que los marinos árabes se veían obligados a permanecer en aquel continente casi todo un año a la espera que el monzón de primavera les permitiera regresar a su país. Aquella estancia les hizo familiarizarse con la lengua local y les llevó a esposarse con mujeres nativas, creando con los años una población mixta y estable. Así debió suceder durante siglos. A principios de nuestra era, estas costas fueron visitadas por un anónimo marino alejandrino que recorrió sus puertos describiendo con detalle los lugares, los bienes que podían conseguirse y diversas anécdotas que fueron recopiladas en el Periplo del mar eritreo. Comprobó que se encontraban bajo la soberanía del rey del país del incienso, Hymiar, en el Yemenactual, y que eran frecuentadas por sus capitanes y mercaderes. Ptolomeo y Plinio mencionan el puerto de Raphta, situado con toda probabilidad al norte de Quiloa.

Con los abasíes de Bagdad, la navegación en el Índico cobró un gran impulso y los árabes crearon la ruta marítima más larga del mundo que les llevaba hasta Janfú (Cantón) en China. Todos los puertos del Índico se beneficiaron de un comercio en el que destacaban el oro y las especias. Pero en los veleros árabes no viajaron tan sólo los mercaderes con sus cargamentos; también lo hicieron músicos y poetas, exiliados de las persecuciones políticas y de las guerras civiles e incluso jerifes o descendientes del Profeta. Muchos se establecieron en los sultanatos de la Costa de los Zenj, contribuyendo a crear una cultura islámica de ultramar con características particulares que utilizaba el árabe como idioma de religión y de prestigio, pero que en la vida diaria se expresaba en un idioma bantú que los árabes denominaron suahili, del genérico sahel, que significa costa.

En El libro de las maravillas de la India, el capitán persa Buzurg ibn Shariyar recopila numerosas narraciones de los marineros del puerto omaní de Sohar que, entre monzón y monzón, reparaban sus navíos y contaban mil historias. En uno de los relatos se habla del tráfico de esclavos. A principios del siglo IX, un navío omaní que se dirigía a uno de los sultanatos de la costa africana se vió desviado por una tormenta yendo a parar a un lugar extraño. El capitán temió por su vida y la de los marineros, pues se contaban historias sobre los caníbales que abundaban en aquellos remotos parajes. Mientras se encomendaban a Dios fueron rodeados por las canoas de una tribu desconocida. Los omaníes no ofrecieron resistencia; eran marinos, no soldados. Se les condujo ante el rey, un apuesto joven “negro como el azabache”, quien les permitió quedarse hasta que giraran los vientos. Llegado el momento de la partida, el agraciado monarca quiso visitar el navío con sus siete notables. El capitán, cuya codicia no era nunca satisfecha a pesar de los magníficos negocios que había realizado, pensó que por aquel hombre fuerte y sus acompañantes les pagarían una gran suma en los mercados de esclavos de Omán, de modo que ordenó levar anclas y que fueran encerrados en la bodega con otros doscientos esclavos. Unos años después, el destino quiso que el navío del capitán fuera arrastrado por una tormenta al mismo remoto lugar de la costa africana. Aquel hombre estaba convencido que había llegado el fin de sus días, pero el destino aún le deparaba otra sorpresa. Cuando le llevaron ante el rey y alzó los ojos no podía dar crédito. Ante él estaba el monarca que había vendido años atrás por una suma considerable. El rey les acusó de traidores, pero les aseguró que no quería venganza y les permitió quedarse a hacer negocios mientras esperaban que el monzón cambiara de signo. El día de la partida, el rey les contó que en Bagdad aprendió árabe y el Corán y que un día, aprovechando la confusión en el mercado, se mezcló en un grupo de peregrinos que iban a La Meca y desde allí escapó a Egipto con otra caravana. Desde El Cairo remontó el Nilo, pasando mil peripecias hasta llegar a su país donde le esperaban con inmensa alegría, ya que un mago había vaticinado su suerte. El día de la despedida, el monarca les deseó una feliz travesía y se disculpó, con la mejor de sus sonrisas, por no acompañarles al barco.

Las narraciones de Buzurg coinciden en muchos aspectos con los viajes de Simbad el marino, que, dejando a un lado los aspectos fantásticos –islas que resultan ser ballenas gigantes, monos monstruosos o la inmensa ave roc que atrapaba elefantes con sus garras– constituyen un magnífico documento sobre la época. “Acompañados por la bendición de los vientos propicios, surcábamos las rutas espumosas del mar, de puerto en puerto, vendiendo y trocando las más diversas mercancías, relacionándonos con los mercaderes y navegantes en cualquier lugar donde echáramos el ancla”.

Los marineros que viajaban al África Oriental, según relataba el geógrafo Al Masidi, eran omaníes de la tribu de los azd, y debían pasar por muchos peligros antes de arribar a buen puerto: “las olas eran tan descomunales que asemejaban elevadas montañas que de pronto se desplomaban sobre los valles más profundos; nunca llegaban a romper y jamás formaban espuma como en los otros mares”.

Al Masidi encontró ya una notable población musulmana. Poco tiempo después, aquellos remotos asentamientos donde árabes y africanos realizaban sus intercambios se habían convertido ya en ciudades prósperas, con mezquitas y palacios de piedra coralina. Sus sultanes se permitían incluso excéntricos regalos, como hizo el monarca de Malindi, que envió a principios del siglo XIV una jirafa al emperador de la China. Cuando en el siglo XIV el gran viajero Ibn Batuta recorrió la Costa de los Zenj, describió aquellas ciudades como “entre las más bellas y mejor construidas de todo el mundo”.

El texto completo:
Sultanatos Olvidados 1 PDF
Sultanatos Olvidados 2 PDF
Sultanatos Olvidados 3 PDF

4 comments:

Little Turtle said...

"-¿No conoce a nadie en Súdan?
Callé. En realidad, sí conocía a alguien. Un primo mio, mayor que yo, que había sentido 'la llamada de Africa', habia montado un campamento de caza en la República Centroafricana, donde tuvo numerosos problemas y acabo huyendo. Ahora era cazador freelance en el sur del Sudan. Se trataba de un personaje inquieto que ademas había sido cineasta. Quiza había llegado el momento de ir a su encuentro" J.Esteva

Anonymous said...

LA VANGUARDIA
En busca de Simbad
Xavier Antich


El capitán Marlow también sentía pasión por los mapas. Lo cuenta Joseph Conrad, el creador de esta figura inquietante, a la vez marino y vagabundo, en El corazón de las tinieblas. De muchacho se pasaba horas reclinado sobre los mapas, soñando con las aventuras de la exploración. “En aquella época había en la tierra muchos espacios en blanco, y cuando veía uno en un mapa que me resultaba especialmente atractivo (aunque todos lo eran), solía poner un dedo encima y decir: Cuando crezca iré allí”. Cuanto más grande era el espacio vacío, mayor era su pasión. Marlow es la figura del viaje hacia lo desconocido, en busca de espacios que todavía no tienen nombre en el mapa. En este sentido, Marlow tal vez sea la figura literaria más deslumbrante del siniestro período de la colonización. Una època en la que conocer, a través del viaje, aquello que, para la cultura occidental, todavía no tenía nombre en los mapas, ya era una forma de empezar a dominarlo.
Pero hay otra forma de mirar los mapas, que no tiene que ver con el dominio sino con el descubrimiento. Lo ha recordado Jordi Esteva a la entrada de una pequeña pero muy intensa exposición de sus fotografías en el espacio “La vitrina del fotògraf” del Palau Robert, en Barcelona (hasta el 24 de septiembre): “Cuando era un niño, me gustaba viajar sobre los mapas del atlas y contemplar los libros antiguos de geografía ilustrada”. En un libro extraordinario, Los árabes del mar (Península/Altaïr), publicado ahora hace un año, Esteva ya había dado más detalles de esta fascinación: “Ahí estaban las imágenes de un gran velero árabe surcando el Índico, los pescadores de perlas de Bahrein o los faluchos atracados en el puerto de Mombasa”. Mirar los mapas y las fotografías era asistir a la epifanía de un mundo nuevo, extraño en su distancia, pero con una historia propia y milenaria, capaz de provocar la admiración y el deseo. La visión de una película, Las aventuras de Simbad, fue el detonante de sus tres décadas de viajero en busca de esa intuición, que contradecía todos los tópicos: frente a la ecuación de árabe igual a nómada y desierto, Esteva ya intuyó entonces el profundo vínculo que unía los árabes al mar. Empezó entonces, sobre los mapas, a sentir la excitación del viaje como descubrimiento: buscar no tanto el espacio vacío para colonizarlo, sino las huellas de un pasado que empezaba a desaparecer, entre los puertos de Arabia y la costa africana de los Zenj
Una noche en Wad Medadine, Esteva escuchó una melopea de la gran Um Kulzum, cantando los amores de un joven que, tras acudir al campamento para ver a su amada, descubre que ella, con toda su familia, ha abandonado el lugar, sin que pueda saber hacia dónde se han ido, pues una tormenta del desierto había borrado las huellas: sólo quedaban las brasas de una fogata nocturna, que seguían ardiendo. Esteva sentirá, muy pronto, que ese desasosiego era el suyo: “Yo también andaba buscando un mundo que acababa de desaparecer y del que, al igual que en la canción, todavía podían apreciarse los rescoldos”. Si no conocen Los árabes del mar, el relato fascinado y fascinante de esta búsqueda, ya tienen una lectura para este verano: no se arrepentirán. Y mientras esperamos ansiosos el libro con las fotos de Esteva, tienen, a modo de aperitivo, su exposición. ¿Por qué? Esteva lo ha escrito de forma precisa y fulgurante: “Quizá todo sea mucho más sencillo y viajar no sea sino intentar recobrar los sueños de la infancia”.

Anonymous said...

Link Interesante:


http://web.mac.com/siwa1/iWeb/Jordi%20Esteva/EAD4FA37-C35F-4DCF-820F-180B9FA6A197/6735B7F3-BAEE-4AD6-880C-D6C921CE33A0_files/árabes%20del%20mar.pdf

tortuwire said...

El texto integro se puede encontrar tambien aqui: http://viajeros.mirayvuela.com/relatos-de-viaje/africa/kenya/nairobi/sultanatos-olvidados-publicado-en-el-suplemento-culturas-de-la-vanguardia