1
La primera película empieza con una escena que dura unos cuarenta segundos: una figura lejana en un paisaje glacial, sola con una jauría de perros que aúllan.
A continuación la escena se convierte en un recinto lleno de gente, un iglú, noche, tal vez una docena de adultos y varios niños, con lámparas de aceite alumbrando el rostro de un chico llamado Atanarjuat, de tres meses de edad.
Hay muchos grandes primeros planos de rostros en la película: individuos brevemente apartados del mundo de hielo y cielo que los envuelve. A media película, Atanarjuat, hecho ya un hombre, corre por salvar su vida. Tres hombres lo persiguen, armados de lanzas y cuchillos. El hombre que huye va desnudo, tomado desde lejos, luego en primer plano, luego en gran angular desde arriba, mientras corre por una orilla rocosa y por el mar helado, ensangrentado y muerto de frío; y éste es el corazón, notablemente escueto, de Atanarjuat: El espíritu del ártico, versión cinematográfica contemporánea de una leyenda inuit que tiene más de quinientos años y que se ha transmitido oralmente de generación en generación. La segunda película empieza en casi monocromo, con una figura acercándose desde la distancia profunda, por una vasta extensión de hielo.
No es Atanarjuat, el corredor desnudo, sino Glenn Gould, el pianista clásico.
Treinta y dos cortometrajes sobre Glenn Gould es una película de noventa y tres minutos, donde cada episodio independiente, o variación, va precedida de un título. No es un documental. Hay un actor que interpreta a Gould, pero también hay entrevistas con personas que lo conocieron, incluido Yehudi Menuhin, el violinista, y estos individuos actúan como contrapeso de la intencionada ligereza del filme, una condición incorpórea resultante del esquema episódico y de lo escurridizo del tema.
La película nos da a conocer a un hombre intenso y divertido, con la mente y el cuerpo inundados de música, que mantiene las manos (a veces con mitones) en movimiento, incluso cuando no hay piano alguno en su cercanía. Es canadiense, por supuesto, sentimentalmente comprometido con el riguroso norte. Ésta es una película de distancias. El artista, adepto de la soledad, vive al borde de esa inmensidad psíquica, otro mundo de hielo y tiempo e introspección invernal.
También trata del sonido, esta película. En una cena muy concurrida hay voces por capas y por zonas, algunas solapadas en otras, en contrapunto, y hay música de principio a fin, o sonidos dispuestos en el tiempo, procedentes de radios, fonógrafos o conjuntos de cámara, y playback de estudio. La gente se habla desde una distancia, mediante teléfonos o micrófonos. Se oyen pisadas, aplausos, el chirrido de las cintas al rebobinarse. Los entrevistados hablan en francés, en inglés, en inglés con acento extranjero; y Gould se entrevista a sí mismo, para observar que la relación entre el público y el artista es como de uno a cero.
Es el artista remoto, el inclinado al laconismo, que, afirma Menuhin, lleva adelante su existencia con exclusión del resto del mundo, bajo varias capas de ropa, incluso en pleno verano, evitando el contacto con los demás. Es también el intérprete artístico que deja de interpretar a los treinta y un años, para dedicarse a los aspectos técnicos de la grabación musical.
Varios episodios de la película parecen metidos a la fuerza, pero el caso es que si el filme se denominase Veintinueve cortometrajes sobre Glenn Gould, nos quedaríamos sin la resonancia que, a partir del título, nos lleva a las Variaciones Goldberg de Bach, que son treinta y dos, contando el aria y el aria final.
Posee la película una claridad excéntrica, y en ella siempre hay algo moviéndose en la distancia. Es el propio Glenn Gould. En un empeño menos sensible al tema por ellos mismos elegido, ambos, el escritor y el director, habrán tratado de comprimir la distancia, de hallar alguna traza del hombre tangible, algo que nos resultara familiar a todos, una línea secundaria relativa a su rabia interior, su voluntad de control total, su persona sexual, un sentido de paranoia y de su hipocondría, su larga lista de médicos y medicamentos, su manía obsesiva de estarse siempre tomando el pulso y la tensión sanguínea... Cualquier enredo de terror que pudiera coexistir con los altos designios del artista espectral.
No ocurre ello en este filme, lo cual nos dice mucho de su categoría y eficacia. Aquí tenemos al artista con todas sus rarezas y en todo su aislamiento. En su película, en sus propios términos, aunque la hayan hecho otros, once años después de su fallecimiento. No tenemos por qué saberlo todo del hombre. Menos que todo puede ser el hombre.
En las novelas de Thomas Bernhard, la mente humana en condición de aislamiento es el final de la espiral temática. Bernhard, que poseía formación musical, imagina en El malogrado que Glenn Gould es amigo suyo, que ambos son alumnos de Horowitz, y que Gould es un hombre compulsivamente preocupado por su arte, cualidad que necesariamente habrá de destruirlo. Debe quedar entendido que Bernhard, por su parte, escribe una prosa de tan infatigable intensidad en su camino hacia una idea fija que a veces se aproxima a un nivel de delirio autodestructivo. Suele tener gracia, en ese nivel.
El Glenn Gould de la novela no es el mismo hombre que vemos en Treinta y dos cortometrajes. Es un hombre fuerte, grosero incluso, en ocasiones: llega a estrellar una botella de champán contra una escultura. Bernhard afirma insistentemente que su Glenn Gould es más interesante que la fantasmagórica figura por todo el mundo admirada.
Pero, ¿hasta qué punto no es el propio Bernhard quien se dirige al lector? El narrador, sin nombre, mantiene en el transcurso de un monólogo que ocupa todo el libro que la interpretación de Gould de las Variaciones Goldberg es responsable del suicidio de un amigo de ambos, Wertheimer. No sólo el suicidio de Wertheimer, sino también su vida, desastrosa en gran parte, pueden guardar relación con el genio de Glenn Gould, un día en Salzburgo, al servicio de Bach. Wertheimer es El malogrado a que se refiere el título del libro.
Si Wertheimer, hace veintiocho años, no hubiera pasado ante el aula treinta y tres del segundo piso del Mozarteum, como recuerdo, exactamente a las cuatro de la tarde, no se hubiera ahorcado veintiocho años más tarde [...]. La fatalidad de Wertheimer fue haber pasado precisamente ante el aula treinta y tres del Mozarteum, en el momento en que Glenn Gould tocaba, en esa aula, la llamada Aria. Wertheimer me contó de su experiencia que, oyendo a Glenn, se detuvo ante la puerta del aula hasta el final del Aria. [...] En 1953, Glenn Gould aniquiló a Wertheimer.
Eso es lo que el genio hace: encogerles la voluntad a los demás. Pero también puede generar una rara añoranza en el admirador, el anhelo de mezclar entornos. Bernhard, la más de las veces, llama Glenn al pianista, tuteándolo, y elabora una transferencia, de músico menor a músico mayor. Menciona la enfermedad pulmonar de Glenn, pero de hecho era Bernhard quien había padecido gravemente de este mal. En la novela, Glenn muere a los cincuenta y uno (y no a los cincuenta), quizá porque Bernhard cumplió los cincuenta y uno el año en que Glenn murió.
Hay matices de identidad entre el autor, el narrador y el personaje. Hay la duplicación Bernhard/Gould y también la escisión entre Bernhard el pianista y Bernhard el novelista.
Pero, ¿dónde está el novelista? Está en una habitación, en Viena o en Salzburgo, escribiendo frases para un narrador que no es él, pero sí es él, pero no es. Al final, el narrador es un actor no identificado en los créditos y que interpreta el papel de Thomas Bernhard de un modo muy parecido al del actor de carne y hueso interpretando a Glenn Gould en Treinta y dos cortometrajes.
Creía yo ser una de las diez personas de este mundo que están al corriente de que el segundo nombre de Thelonious Monk es Sphere. En el documental Straight No Chaser, “sphere” [esfera] es la tercera palabra que se pronuncia. La primera es Thelonious. La segunda también.
Las palabras llegan tras la música, en una secuencia inicial con Monk en escena —de pie, girando sobre sí mismo—, con su banda detrás, tocando. Lleva un gorro ajustado, de Asia central; y luego corre hacia el piano, para evitar que el grupo termine sin él.
Monk efectúa esos giros sobre sí mismo varias veces en el transcurso de la película: vueltas de meditación que podrían constituir una variante bop de alguna danza mística de algún derviche. Aparece con una docena de tocados distintos —boina, fedora, simple gorra, casquete, fez modificado— y, al piano, suda y brilla, muy especialmente en los placenteros fragmentos en blanco y negro de alto contraste, en los cuales aparece sentado en un primer plano fosforescente, con negro compacto detrás.
En un momento dado aparece en la cama, con sombrero, en su habitación del hotel, tapado hasta la barba con la sábana. Es en algún lugar del norte de Europa y está pidiendo algo a un camarero que se halla en la habitación como por casualidad y que toma nota de la sorprendente petición de Monk, higadillos de pollo. El camarero puede tomar medidas en lo tocante al pollo, puede poner en marcha una comanda de hígado, pero no parece situar ambas cosas en el mismo contexto comestible. Puede ser un problema de idioma.
Monk utiliza el lenguaje de un modo expresionista, emitiendo sonidos hablados durante buena parte de la película, en niveles de expresión que rara vez superan la farfulla. Glenn Gould solía tararear con la boca cerrada mientras tocaba el piano. Monk tararea mientras habla. Es un hombre listo y complejo, pero tiende a ver en el habla un fatigoso subgénero de la música. Sostiene un curioso diálogo con uno de sus camaradas sobre una cuestión técnica relativa al sol bemol. Y cuando le dan un bolígrafo para firmar autógrafos, se empeña en utilizar un papel como Dios manda.
—Cumplamos con la etiqueta —dice.
Hay otros momentos no tan ligeros de tono. Sufrió periodos de depresión y de profunda introversión. Hubo periodos de varios días seguidos recorriendo la habitación del hotel de un lado a otro, hasta desmayarse de cansancio. Pasó tiempo en el hospital, y su hijo observa: “Es asombroso mirar a tu padre a los ojos y darte cuenta de que no sabe exactamente quién eres.”
En la película va dando vueltas sobre sí mismo, inescrutablemente, con los ojos cerrados, mientras el batería toca detrás de él.
Los autores de la película no se andan con remilgos al hablar de las dificultades de Monk, en cuanto se mantienen fieles a su propio método, que consiste en reunir filmaciones de archivo, rodar material nuevo y dejar que la película salte directamente del tiempo, el espacio y el azar, con unas cuantas entrevistas y fotografías antiguas que están ahí para aportar un telón de fondo histórico.
Es jazz, a fin de cuentas, y la película tiene el aire de improvisación y de tensión estática característico del cine de finales de los cincuenta, Cassavetes y Shadows, con Mingus en la banda sonora, o Robert Frank y Pull My Daisy, con Kerouac de narrador. Fue ése el periodo en que emergió Monk como potencia musical, en el Five Spot de Nueva York, y la película ofrece fragmentos de casi treinta composiciones. Luego viene el propio Monk, al piano, tartamudeando y marcando el ritmo con los pies: en su condición extática natural, embrujado, en desconexión.
¿Hay algo nórdico en la música de Monk? Fresco, fresca, no es adjetivo fortuito en el momento. Su obra posee rasgos de independencia, de no necesitar nada de nadie. Compuso casi cien piezas de música, muchas de ellas se convirtieron en clásicos del jazz, y su modo de interpretar es, por momentos, sobrio y distante, oblicuo, libre de influencia híbrida: notas espaciadas, notas desentonadas, notas que faltan, notas en conflicto y, luego, tras una pausa, quizás un saltito vibrante, como un pico en el monitor del corazón.
Está haciendo arte moderno, tenso y salpicado, al modo de Pollock o de Godard.
Monk da vueltas sobre sí mismo en una terminal de aeropuerto, llena de gente, y luego en la habitación de un hotel. Es el jazzman en gira perenne, trastornado de muchas maneras, no una sola, y esas rotaciones implican la necesidad de crearse su propia geografía. El mundo se ha reducido a un solo metro cuadrado de suelo adoquinado, pero está dando vueltas, aún, y él da vueltas con el mundo.
A mitad de la película, en color, hay un primer plano de Monk al piano, muy próximo y muy corto. Está tocando Crepuscule With Nellie, se le ve de perfil, con la barba rala y blanquecina. En el dedo meñique lleva un anillo como una nuez, y tiene puesto uno de sus tocados más solemnes, de seda, azul medianoche, muy apropiado para un anciano sabio chino.
2
Monk se retiró misteriosamente y no volvió a poner el dedo en una tecla, ni en público ni en privado, en los seis años que transcurrieron hasta su muerte en 1982. Glenn Gould murió más tarde, ese mismo año, mucho después de haber abandonado las actuaciones en conciertos, aunque siguió grabando.
Thomas Bernhard escribe: “Conocí a Glenn en la Montaña de Monk.”
De Gould se ha dicho que es el equivalente musical de Brando y Dean. Escribió la música de un par de películas.
La narrativa de Bernhard es anticinematográfica. No hay casi nada que ver en su obra. Todo es relato personal y lanzar sentimientos, todo voz: ni rostros, ni recintos, ni días lluviosos. Hay referencias a calles y ciudades, pero ningún sentido del lugar, y las novelas suyas que he leído no tienen puntos y aparte, ni divisiones en el texto, ni quiebras de espacio que faciliten la lectura. La prosa de Bernhard tiene un pulso rápido y clamoroso. El narrador pronuncia elocuentes crónicas de la miseria, la enfermedad, la locura, el aislamiento y la muerte. Hay pasajes en que la narración amasa, comprimiéndolos, tal cantidad de estratos de aversión a los demás y a la propia persona, que se hace convulsivamente cómica. Y un hilo sombrío lo atraviesa todo: una noción de los temas y las pautas que recorren una y otra vez la mente.
La incomodidad de Glenn Gould ante el público le hizo sentir el deseo de dominar la cultura del estudio de grabación.
¿Qué dijo al respecto?
Dijo: “La tecnología tiene la capacidad para crear un clima de anonimato.”
Trabajó en ideas sobre la radio no lineal e hizo un documental titulado The Idea of North, en el que cinco personas hablan en contrapunto sobre la potencia y el aislamiento del Canadá profundo, con una voz dando paso a otra y, a veces, solapándose durante mucho tiempo, mientras ritmos de tren y ruido de ambiente añaden textura a la atractiva calidad de fuga que tiene la pieza.
Monk añadía textura de modos más inmediatos y sorprendentes. En los clubes, a veces empezaba a tocar una pieza y de pronto pasaba a otra, dejando al bajo, la trompeta y la batería colgados en el espacio.
Bernhard era un solitario que conocía a mucha gente. Nunca conoció a su padre, sin embargo, y experimentó el dolor de esta carencia durante toda su vida. Su obra y sus declaraciones públicas dieron lugar a grandes controversias y escándalos. Su casa de campo era un lugar prohibido —incluso, a veces, para los invitados—. La compañera de su vida fue una mujer treinta y siete años mayor que él. No se casó, no tuvo hijos. ¿Por qué tenerlos? ¿Qué es un hijo? Quienes producen lo que se denomina un hijo, afirmó, lo que de verdad están creando es “un pringoso y repulsivo posadero o un asesino de masas con barriga de bebedor de cerveza... Eso es lo que traen al mundo”.
Gould hizo su segunda grabación de las Variaciones Goldberg veintiséis años después de la primera; la segunda es más lúgubre y lenta, mucho más contemplativa. No sólo imagina de nuevo a Bach, sino que se adentra en una modalidad de diálogo con su propia condición mortal.
Monk escribió una pieza titulada Introspection. Dos minutos y doce segundos (más o menos, según la grabación que uno tenga en cuenta). Pero, ¿qué ocurre cuando la introspección desarrolla una densidad que borra el mundo de su alrededor?
Gould con abrigo, bufanda, guantes y gorra, sea cual sea la estación del año. Monk con sus astracanes y sus sombreros blancos de jipijapa.
Los tocados de Monk eran famosos. Pero cuando dejaba de hacer música se los quitaba. Permanecía en una habitación y rechinaba los dientes, o se quedaba con los ojos clavados en la pared, o paseaba de lado a lado, negándose a hablar.
“Lesiones y déficit y disfunción del sistema nervioso central”, según un médico, seguramente causados por una prolongada dependencia de las drogas.
Mucho antes de que se retirara de la vida pública hubo periodos de alteración. En un club de Boston se quedó inmóvil ante el piano, presionando las teclas, sin sonido, durante tantísimo tiempo que, al final, sus compañeros abandonaron el escenario. Estaba oyendo algo que ellos no oían.
Tras silencios largos, solía decir: “Monk sabe. Monk sabe.”
El prisionero queda incomunicado. Está solo, confinado, secuestrado. Éste es el castigo más duro que el Estado admite, dejando aparte la ejecución.
Bernhard pensaba que su arte dependía de dos cosas, su enfermedad y su locura. Padecía una anomalía del sistema inmunológico que daba lugar a problemas pulmonares, agravados a la vez, por una afección cardiaca. Todo ello venía a resultar en una enfermedad terminal a largo plazo, que él, según decía, “apreciaba mucho y explotaba” en su trabajo.
¿Dónde estaba su locura?
En su atlas del desprecio, la locura era función de la geografía. Ser austriaco era llevar a cuestas una despiadada memoria histórica, un relato de fascismo y antisemitismo que, en su personal valoración, venía a ser un equivalente moral de la locura.
Entre escenario y escenario, en una u otra ciudad, a Monk le encantaba salir a la calle y dirigir el tráfico un rato.
Glenn Gould dijo: “El aislamiento es un componente indispensable de la felicidad humana.”
También era, pensaba, el único modo que tenía de experimentar el éxtasis. Viajó en tren hasta la zona norte de Manitoba, pero nunca llegó al ártico canadiense, que era lo que él consideraba norte: le daba miedo volar y no quería o no podía recorrer largas distancias en barco.
En El espíritu del ártico, Atanarjuat, corriendo, desnudo, es un hombre que reacciona ante un peligro primario: hay otros hombres que quieren matarlo. Pero también puede parecerse a un individuo que trata de restablecer su sentido de aislamiento, su lugar natural en el paisaje. La vida en la morada de invierno hecha de bloques de hielo es muy gregaria y muy complicada, y en ella la propia introspección se convierte en dinámica de grupo. El hombre se adentra corriendo, con los ojos enloquecidos, en el cielo ártico.
En la raíz griega y latina de la palabra éxtasis hay una sensación de terror, de trastorno, de desplazamiento.
En un documental, Gould interpreta las Variaciones Goldberg en estudio, acurrucado en su banqueta baja: a la cámara, a veces, le cuesta trabajo localizar su cabeza entre la tapa del piano y la vara que la sostiene levantada. Su madre tocaba el piano con frecuencia durante el embarazo, y él, aquí, viene a ser, casi, una presencia fetal: el feto considerado como genio. Lo filman desde arriba y desde abajo, desde un lado y otro, la cámara se pega a sus manos y luego al rostro, mientras él tararea y canta y parece como si dijese algo, haciendo de vez en cuando gestos de director de orquesta con la mano libre. Hasta la repetición, los últimos minutos, con la cabeza a la altura del teclado, con el cuerpo sometido, no empieza a desentenderse de los dispositivos de grabación de sonido e imagen, fundiéndose con la música, con Bach y con Gould.
Hubo quien consideraba majestuoso el porte de Monk. Otros veían en él a un negrazo que permanecía impenetrablemente inmóvil en una habitación, tras unas gafas oscuras con armazón de bambú, ajeno a todos los señuelos de la conversación; otros lo tomaron por ciego, o mudo, o lo consideraron lisa y llanamente intimidante.
En su última voluntad, Bernhard cortó con un país entero, el suyo, estipulando que “nada de lo publicado por mí en vida, ninguno de mis papeles, dondequiera que se hallen, tras mi muerte, nada que haya escrito en ninguna forma, debe representarse, imprimirse, ni siquiera recitarse, dentro de las fronteras del Estado austriaco...”.
Ello incluye palabras garrapateadas en un trozo de papel.
En Delaware, la policía detuvo y golpeó a Monk por entrar en un motel segregado y pedir un vaso de agua.
El apellido original de Gould era Gold. Tenía él nueve años cuando cambiaron el apellido, y es algo de lo que, al parecer, nunca habló con nadie.
De niño, a Thomas Bernhard le gustaba hacerse el muerto. Le encantaba aterrorizar a su madre. Luego, escribió mucho para el teatro y, en cierto modo, trató de organizar su vida (y su muerte) como obras de arte interpretativo.
La idea de comer llenaba de espanto a Gould. También, a veces, la idea de la gente, de verse atrapado, de tener que hablar, de tener que tratar con otras personas. Al mismo tiempo, según él señaló, tenía determinadas “tendencias exhibicionistas” y le encantaba aparecer en televisión vestido de modo estrafalario o hablando con algún acento raro, haciendo burla de diversos personajes del mundo musical.
Uno de estos personajes era Vladimir Horowitz, su profesor de Salzburgo, según inventa Bernhard en la novela.
En culturas más antiguas, el solitario es una figura maligna. Pone en peligro el bienestar del grupo. Pero lo conocemos porque nos lo encontramos en nuestro propio interior, y en los demás. Vive en contrapunto, figura apenas visible en la distancia. Es ése quien es, en su soledad perdurable.
Hay un elemento en El espíritu del ártico que parece responder a la naturaleza de la película misma. Es la imagen de una figura solitaria en un paisaje arriesgado. Los momentos más puros del filme son, seguramente, los de soledad y peligro. Durante los créditos del final, de pronto vienen, inesperadamente, imágenes de los actores y del equipo, trabajando, los hombres con gafas de sol, las cámaras montadas en trineos, y el efecto es un poco descorazonador. He aquí, expuesta, la ficción, la artesanía fílmica visible, y dos niveles de aislamiento salen de ello conmocionados: el de los personajes y el de los espectadores.
Bernhard escribe de Gould: “Se había atrincherado en su casa. Para toda la vida. Desde siempre, los tres compartimos el deseo de atrincherarnos frente al mundo. Los tres éramos fanáticos natos de las barricadas.”
El inventando Wertheimer es el tercer miembro del culto de las barricadas, y con Monk son cuatro.
Primero está la gradación del lenguaje, un sentido de amenaza cada vez más honda que se desgrana en los propios términos. Introspección, soledad, aislamiento, ansiedad, fobia, depresión, alucinación, esquizofrenia. Luego están los referentes humanos. Monk es libre de toda convención; o hay algo que escasea en su humanidad; o está atrapado en un contexto moderno, llevando encima una mácula de extrañamiento que lo hace sentirse incómodo en el mundo; o es consecuencia de su formación, quizá; o es un puñetero genio —hay que dejarlo en paz—; o el asunto es estrictamente clínico, cuestión de química cerebral; o es de hecho un estado natural, algún terror que tiene alojado en el cerebro primitivo, en el de serpiente, fuera de los empinados límites de todas las cosas que ha colocado para apuntalarlo.
Si conocemos la respuesta, ésta es la pregunta: ¿Cuánto podemos acercarnos al yo sin perderlo todo?
La Montaña de Monk, en la novela de Bernhard, también se llama el Monte de los Suicidas. Todas las semanas, tres o cuatro suicidios.
Las personas reventadas en la calle me han fascinado siempre y yo mismo (¡como, por lo demás, también Wertheimer!) he subido muy a menudo al Mönchsberg, a pie o en ascensor, con la intención de precipitarme desde él, pero no me he precipitado desde él (¡como tampoco Wertheimer!). Varias veces me había preparado para saltar (¡como Wertheimer!), pero, como Wertheimer, no salté.
Lo que Wertheimer sí hizo fue ponerse una soga al cuello y saltar desde lo alto de un árbol.
Hay una duplicación entre Gould y Bernhard que el novelista no tuvo que inventarse. En Treinta y dos cortometrajes, Glenn habla de su miedo a morir. Lo hace, como no podía ser de otro modo, por teléfono, en una cabina pública, hablando con un primo suyo sobre el extraño influjo que ciertos números tienen en los asuntos humanos. Cuando los dígitos de nuestra edad, un siete y un seis, digamos (como en el caso de Schönberg), suman trece, las perspectivas son malas. Schönberg, de hecho, murió a los setenta y seis.
Gould, mientras conversa, está a punto de cumplir los cuarenta y nueve. Le dice al teléfono: “Schönberg sigue hablándome.”
Éste es el poder de los números para una conciencia que nunca termina de absorber el mundo como por un embudo. El mundo es un conjunto de supuestos maquinados para encajar en ellos la propia introversión. Gould eludirá los funestos efectos de ese cuatro y ese nueve, pero sólo técnicamente. Sufrió un ataque dos días después de cumplir los cincuenta, y tardó una semana en morir.
Bernhard, su voluntario compañero del alma del teclado, acabaría convirtiéndose en el doble numerológico de Glenn, fijado a dígitos que suman trece. Murió más entrado en la década, dos días después de haber cumplido los cincuenta y ocho.
En la novela de Bernhard, Glenn muere de modo romántico, tocando las Variaciones Goldberg, como pagando el peaje que el genio reclama. Un suicidio inventado, Wertheimer; un ataque terminal, Glenn Gould.
Otra víctima de un ataque se ve en película, en su capilla ardiente, en San Pedro de Nueva York, la iglesia del jazz, mientras sus admiradores desfilan por delante de él, muy despacio. Ahí tenemos a Thelonious Sphere Monk, que por fin dejó de dar vueltas sobre sí mismo.
3
Una foto de buen tamaño cuelga de una pared en la habitación donde trabajo. Fue tomada en 1953, en blanco y negro, y se ve en ella a un grupo de jazz tocando en un club de Greenwich Village. En manos de un cronista inspirado, esta foto podría dar lugar a todo un libro de meditaciones sobre los retratados y su época. Pero bástenos con estas escuetas palabras:
Monk, delante, sin gorra, con traje a rayas, con la boca abierta, con las manos en el teclado. En el extremo izquierdo, Mingus, con la cabeza inclinada, el rostro en la sombra, las manos trabajando las cuerdas de su bajo. Muy al fondo, Roy Haynes a la batería, con los ojos muy abiertos, el rostro flotando por encima del platillo alto, justo a su izquierda un mural de una mujer recostada, desnuda, una figura sacada del viejo Village bohemio. Y en el extremo derecho, mirando hacia otro lado, no hacia el grupo y dando la impresión de estar fuera de encuadre, trajeado de blanco, con saxofón, está Charlie Parker, intenso como una ventisca de verano.
Es la leyenda situada sobre la cabeza del saxofonista lo que define en última instancia la fotografía: dos palabras escritas a mano en la foto, en letras blancas, como de tiza, a juego con el traje de Charlie Parker:
Bird vive.
Este epitafio, escrito con tiza o pintura en las aceras y en los túneles del metro tras la muerte de Bird, a los treinta y cuatro años, posee el toque emocional antiguo de una inscripción romana en una pared que está desmoronándose. Es un clásico grito humano contra la idea del fin. ¿Qué podemos dejar atrás que se agarre a la memoria terrenal? Quien utilizó primero el grafito de Bird fue un poeta beat llamado Ted Joans, que, por su parte, murió hace poco. Tres de los hombres de la foto están muertos, todos menos Roy Haynes, que sigue trabajando a sus setenta y tantos muy corridos, pero todos comparten una posteridad, por supuesto, en disco compacto, en cinta y en el viejo vinilo, y en las mentes y las sensibilidades musicales de innumerables personas, solas, en una habitación, escuchando.
Donde yace Glenn Gould, una pequeña lápida está grabada con las señales de otra clase de permanencia, en granito: las tres primeras notas del tema de las Variaciones Goldberg.
Thomas Bernhard fue enterrado en secreto, en Viena, una hora antes de lo previsto, para garantizar los términos de su privacidad.
Charles Mingus es pura materia mineral en el río sagrado, el Ganges: su viuda esparció sus cenizas, antes del alba, para hacerle más fácil la reencarnación.
4
Al final de Treinta y dos cortometrajes, una figura cruza la superficie de permafrost, alejándose de la cámara, en dirección al horizonte helado. El cielo es azul pizarra y rosa desvaído y la imagen es la noción del norte.
Los Voyager I y II se lanzaron en 1977: dos naves espaciales norteamericanas que ahora se encuentran en los límites del sistema solar, a doce mil ochocientos millones de kilómetros de la Tierra, primeros objetos fabricados por el hombre que se adentran en el espacio profundo. A bordo, entre otros artefactos, hay una grabación de Glenn Gould interpretando un breve preludio de Bach.
Somos seres inteligentes, versados en matemáticas y capaces de organizar una secuencia coherente de sonidos en el tiempo, para crear una composición unificada, llamada música, una forma de arte cuya verdad, oficio, originalidad, y otras indecibles propiedades, proporcionan una cualidad de placer trascendente, llamada belleza a la mente y los sentidos de quien escucha.
Éste es el mensaje a quienes estén ahí afuera, a una distancia que sólo la muerte puede medir.
Publicado originalmente en el numero 73 de Grand Street en la primavera de 2004
5 comments:
DeLillo me parece uno de los autores más interesantes de los últimos tiempos, aunque sólo conozco Cosmópolis y la impresionante Libra. Curiosamente, me decidió a leer a DeLillo un artículo de Vila-Matas sobre Contrapunto. Me gustaría hacerme con él, pero tengo antes en la lista la que dicen es su obra fundamental, Ruido de fondo (¿la habéis leído por aquí?).
Un saludo!
No, no he podido leer nada mas de el, he consultado ruido de fondo alguna vez y es tremendo, una obra maestra. algún día caerán.
Por cierto, Contrapunto es el texto que he puesto, no hay mas. Y su lenguaje me parece algo de otro planeta, me encantan esas relaciones que se establecen, creando una magia hipertextual que hace de la obra algo muy muy rico.
¿Contrapunto es sólo eso? Es largo para un post, pero..., ¿de ahí sacan las 72 páginas que anuncian por 16 euros? Jajaja, cómo están las editoriales...
Pues muchas gracias por el regalo que nos haces; lo he leído un poco a saltos, luego repito con más calma.
Gracias Brian por tantos favoritos.
El irascible-iracundo-ira-lo-que-sea Bernhard y aquella andanada contra Heidegger, "ese ridículo burgués nacionalsocialista en pantalones bombachos", al que ve siempre "en el banco de su casa de la Selva Negra, sentado junto a su mujer que, con su perverso entusiasmo por tricotar, le tricota ininterrumpidamente medias de invierno con la lana tundida a las ovejas heideggerianas", pero qué gracioso, la risa especializada y aún así, y Don DeLillo que nos justificó un documental, DeLillo aborreciendo su condición de novelista asimilado pues sabe que cualquier escritor ejerciendo de tal debería estar en busca y captura, estar en peligro, si la política es primero una intervención sobre lo visible y lo enunciable, opuesta a esa policía que constantemente la hace desaparecer, y Monk el Bárbaro, el Original, el hombre sin padres y su lógica extrema y sin racionalidad, maravillosa pesadilla para psicólogos, y Glenn, oh, Glenn Gould que es Carmen y es la Pasión y es algo sin lo que no se puede de ninguna manera vivir y son los locos que nunca duermen porque nunca se cansan porque cómo podrían cansarse los locos.
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