Hilario J. Rodriguez
Ya sabemos que buena parte del universo que describían las películas de los años cincuenta y principios de los sesenta era puro cartón piedra, un enorme escenario donde se escenificaba un tipo de vida llena de artificio e hipocresía, muy parecida a la de El show de Truman (1998, Peter Weir). Su engañosa apariencia, como si todo estuviese en su sitio, se resquebrajó en poco tiempo, poniendo al descubierto la fealdad que había bajo la superficie. Ahora no hace falta que nadie nos cuente cuál era la auténtica orientación sexual de Rock Hudson, pese a verlo tan acaramelado con Doris Day en películas como Pijama para dos (1959, Michael Gordon); ni siquiera es preciso que alguien venga a contarnos que los bomberos en aquella época no sólo se dedicaban a bajar gatos encaramados en la rama más alta de un cedro o que el repartidor de la leche no siempre tenía una sonrisa dibujada en el rostro. Tampoco necesitamos que se nos cuente cómo fue el último acto en la vida de Elvis Presley, porque a estas alturas lo conocemos todos: murió en 1977, con sobrepeso y consumido por los barbitúricos, que en lugar de consuelo le hicieron delirar durante sus últimos años, en los que solía interrumpir los conciertos con largos e incomprensibles monólogos.
Mostrar superioridad hacia el pasado nos impediría disfrutar de muchas cosas e incluso podría privarnos de entender el presente. Si no somos un poco cómplices de sus embustes y manipulaciones, no serviría de nada que viésemos Paraíso hawaiano (1965, Norman Taurog), Chicas!, Chicas!, Chicas! (1962, Norman Taurog), El ídolo de Acapulco (1963, Richard Thorpe) o Cita en Las Vegas (1964). Quizás ni siquiera podríamos sentirnos a gusto moviéndonos al compás de canciones como Love Me Tender, Jailhouse Rock, It?s Now or Never, Are You Lonesome Tonight?, Return to Sender o In the Ghetto. No hace falta ser conscientes de los embustes y manipulaciones de nuestro propio tiempo para ver ahora mismo con auténtico placer las películas de Elvis Presley o para seguir disfrutando con su música.
Buena parte de cuanto sabemos en la actualidad no nos hace más sabios o menos ingenuos que los primeros fans de Elvis Presley cuando aplaudían entusiasmados sus conciertos o el estreno de cada una de sus películas. Al fin y al cabo, puede ser que hayamos cambiado el ropaje de la rebeldía pero también nosotros seguimos aplaudiendo los conciertos y las películas de Eminem, Justin Timberlake o Bebe. Los héroes de nuestro tiempo siguen negando y cuestionando la realidad en la misma medida en que la negaba y cuestionaba Elvis Presley con sus papeles de conquistador nato; el séptimo arte sigue ofreciendo hoy imágenes engañosas de lo que significa ser bello o maldito, de lo que verdaderamente quiere decirnos el actor o cantante que interpreta al personaje de una película cualquiera.
Antes de aceptar que la historia de Elvis Presley es idéntica a la de tantos otros cantantes que probaron suerte en el mundo del cine, como Frank Sinatra o Dean Martin, deberíamos pararnos a pensar un poco. Valdría la pena que recordásemos lo difícil que resulta a veces sobrevivir en varios frentes, sobre todo si pertenecen al mundo del espectáculo. Y no estaría mal que también tuviésemos en cuenta las implicaciones de la fama, las contraprestaciones que sufren quienes la disfrutan. ¿Qué sabemos la mayoría de nosotros acerca del precio de la popularidad en un universo tan despiadado y exigente como el del séptimo arte? La imagen que uno arrastra no siempre proporciona una amplia capacidad de maniobra. Elvis Presley sabía algo al respecto. Basta con comparar sus primeros papeles en El rock de la cárcel (1957, Richard Thorpe), El barrio contra mí (1958, Michael Curtiz) y, muy especialmente, Wild in the Country (1961, Phillip Dunne) con los que interpretó más tarde, para apreciar ciertas diferencias.
De la misma forma que el todavía popular Andy Griffith tuvo que contentarse con aceptar inofensivos papeles a partir de Un rostro en la multitud (1957, Elia Kazan), al comprobar cómo el público que le había aplaudido con anterioridad en sus conciertos se negaba a verlo interpretar personajes ambiguos, que contraviniesen su imagen como músico; Elvis Presley tuvo que olvidarse muy pronto de hacer buenas películas, para dedicarse en adelante a fingir delante de las cámaras y sonreír como un bobalicón, rodeado de chicas en los escenarios más improbables, escondiendo la parte más oscura de su personalidad.
Resulta curioso que el aumento de popularidad y riqueza a Elvis Presley no le sirviese más que para ir perdiendo progresivamente su libertad creativa. La ecuación, sin embargo, es bastante frecuente entre actores y cantantes. Un éxito desproporcionado interpretando a un humilde chico que consigue abrirse camino en el mundo a menudo obliga a repetir el mismo papel en el futuro, una y otra vez, una y otra vez? Elvis Presley vivió esa maldición. Él mismo comprobó cómo sus películas más ambiciosas eran rotundos fracasos y cómo las comedias musicales le devolvían el favor de los espectadores, a quienes nunca llegó a comprar por completo, ni con su prodigiosa voz ni con su gran encanto personal.
El brillante documental Elvis 56 (1987, Alan y Susan Raymond) establece un par de teorías sobre la carrera de Elvis Presley, aunque la más brillante es la que fija su absoluta decadencia como actor y cantante en 1968, cuando hizo una aparición en el programa de Steve Allen para su Comeback Special. Lo que el documental enfatiza es el hecho de que su apariencia había dejado de ser la de antaño. Ya no era el mismo muchacho con brillantina en el pelo y el aspecto rockabilly de sus inicios, sino alguien dispuesto a autoparodiarse con un sombrero de copa sobre su cabeza. Por supuesto, desde nuestra perspectiva podríamos añadir que posiblemente su mayor error entonces consistió en aparecer en uno de esos programas televisivos donde todo el mundo pierde gran parte de su autenticidad.
El impacto que causó Elvis Presley en los años cincuenta fue similar al de un terremoto. La era Eisenhower, segregacionista y conservadora, vivió con sus canciones, bailes y películas una verdadera conmoción. Hasta cierto punto, era un aviso de que los tiempos estaban cambiando, como luego dejaría muy claro la contracultura. Un artista tan transgresor como Elvis, capaz de mezclar el rhythm and blues con la música country (un combinado que abrió las puertas del rock and roll), había comenzado a borrar las severas líneas de demarcación que por aquel entonces separaban a la sociedad estadounidense, a negros de blancos, a evangelistas de baptistas, a ricos de pobres, la alta cultura de la cultura popular...
Lo que nos queda ahora mismo de Elvis Presley disperso en el mundo del cine no son sólo sus primeros intentos para convertirse en un actor serio y respetable, algo que puso de manifiesto con su papel de mestizo en el western de Don Siegel Estrella de fuego (1960), su mejor interpretación; además, contamos con algunos conciertos grabados y un sinfín de canciones suyas en las bandas sonoras de algunas de las mejores películas de la historia. Nadie duda de que sería preferible tenerlo con nosotros, vivo y todavía lo bastante ágil para bailar con el enloquecedor ritmo del comienzo de su carrera, pero poder recordarlo a través de sus películas y de su música es mejor que nada.
Research:
Peter Guralnick Last Train to Memphis (1994)
Jim Jarmusch Mistery Train (1989)
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