Hace muchos años -¿cuantos? no lo sé; se remonta a los nebulosos tiempos de la primera infancia-, mi madre me llevó de visita a casa de una señora Panckoucke. ¿Era la madre, la mujer, la cuñada del Panckoucke actual? Lo ignoro. Me acuerdo que era un palacete muy tranquilo, uno de esos palacetes en que la hierba verdea los rincones del patio en una calle silenciosa, la rue des Poitevins. Esta casa tenía fama de ser muy hospitalaria, y determinados días se volvía luminosa y ruidosa.
He oído hablar muchas veces de un baile de máscaras en el que el Sr. Alexandre Dumas, al que entonces llamaban el joven autor de Henry III, produjo gran sensación, con la Srta. Elisa Mercoeur cogida de su brazo, disfrazada de paje.
Me acuerdo claramente de que esta dama estaba vestida de terciopelo y pieles. Al cabo de algún tiempo, dijo: «He aquí un muchachito al que quiero darle algo, para que se acuerde de mí». Me cogió de la mano, y atravesamos varias estancias; después abrió la puerta de una habitación que ofrecía un espectáculo extraordinario y verdaderamente fantástico. Las paredes no se veían, tan cubiertas de juguetes estaban. El techo desaparecía bajo una floración de juguetes que colgaban como maravillosas estalactitas. El suelo apenas ofrecía un estrecho sendero en el que poner los pies. Había allí un mundo de juguetes de todas clases, desde los más caros a los más modestos, desde los más simples a los más complicados.
«He aquí, dijo, el tesoro de los niños. Dispongo de un pequeño presupuesto dedicado a ellos, y cuando viene a verme un niñito amable, lo traigo aquí, para que se lleve un recuerdo mío. Elige.»
Con esa admirable y luminosa prontitud que caracteriza a los niños, en quienes el deseo, la deliberación y la acción forman, por así decir, una sola facultad, por la que se distinguen de los degenerados hombres, en quienes, por el contrario, la deliberación devora casi todo el tiempo, me apoderé inmediatamente del más bonito, del más caro, del más llamativo, del más fresco, del más extraño de los juguetes. Mi madre protestó por mi indiscreción y se opuso obstinadamente a que me lo llevara. Quería que me contentase con un objeto infinitamente mediocre. Pero yo no podía permitirlo y, para llegar a ese acuerdo, me conformé con un justo medio.
A menudo he fantaseado con la idea de conocer a todos los amables niñitos que, al haber en la actualidad atravesado una buena parte de la cruel vida, manejan desde hace tiempo nada más que juguetes, y cuya despreocupada infancia cogió en otro tiempo un recuerdo en el tesoro de la Sra. Panckoucke.
Esta aventura es la causa de que no pueda detenerme ante una tienda de juguetes, y pasear mis ojos por el inextricable revoltijo de sus curiosas formas y de sus colores dispares, sin pensar en la dama vestida de terciopelo y pieles, que se me aparece como el Hada de los juguetes.
He conservado además un efecto duradero y una admiración razonada por esta singular estatuaria, que, por su lustrosa limpieza, el brillo cegador de sus colores, la violencia en el gesto y la decisión en la forma, tan bien representa las ideas de la infancia sobre la belleza. En un gran almacén de juguetes hay una alegría extraordinaria que lo hace preferible aun hermoso piso burgués.
¿No se encuentra allí toda la vida en miniatura, y mucho más coloreada, limpia y reluciente que la vida real? Allí vemos jardines, teatros, hermosos vestidos, ojos puros como el diamante, mejillas encendidas por la pintura, encajes encantadores, coches, caballerizas, establos, borrachos, charlatanes, banqueros, comediantes, polichinelas que parecen fuegos artificiales, cocinas y ejércitos enteros, bien disciplinados, con caballería y artillería.
Todos los niños hablan a sus juguetes; sus juguetes se convierten en actores en el gran drama de la vida, reducido por la cámara oscura de su pequeño cerebro. Los niños demuestran con sus juegos su gran capacidad de abstracción y su elevada potencia imaginativa. Juegan sin juguetes. No hablo de esas niñas que juegan a las señoras, se hacen visitas, se presentan a sus imaginativos hijos y hablan de sus vestidos. Las pobres pequeñas imitan a sus mamás: preludian ya su inmortal puerilidad futura, y ninguna de ellas, con seguridad, será mi mujer…-Pero la diligencia, el eterno drama de la diligencia jugado con sillas: la diligencia-silla, los caballos-sillas, los viajeros-sillas; ¡lo único vivo es el postillón! El tiro permanece inmóvil, y sin embargo devora con ardiente rapidez espacios ficticios. ¡Que simplicidad de puesta en escena! ¿No es para hacer ruborizarse de su impotente imaginación a ese público hastiado de que exige a los teatros una perfección física y mecánica y no concibe que las piezas de Shakespeare seguirán siendo bellas con un aparato de una bárbara simplicidad?
¡Y los niños que juegan a la guerra! No en las Tullerías con verdaderos fusiles y verdaderos sables; hablo del niño solitario, que gobierna y lleva por sí solo al combate dos ejércitos. Los soldados pueden ser tapones, dominós, peones, tabas; las fortificaciones serán tablas, libros, etc.; los proyectiles, canicas o cualquier otra cosa; habrá muertos, tratados de paz, rehenes, prisioneros e impuestos.
He observado en varios niños la creencia de que lo que constituía una derrota o una victoria en la guerra era el mayor o menor número de muertos. Más adelante, incorporados a la vida universal, obligados ellos mismos a luchar para no ser vencidos, aprenderán que una victoria es a menudo incierta, y que no es una autentica victoria más que cuando es la cumbre de un plano inclinado, por donde el ejército se deslizara con velocidad milagrosa, o bien el primer término de una progresión infinitamente creciente.
Esta facilidad para contentar su imaginación testimonia la espiritualidad de la infancia en sus concepciones artísticas. El juguete es la primera iniciación del niño en el arte, o más bien su primera realización, y, llegada la madurez, las realizaciones perfeccionadas no darán a su espíritu los mismo calores, ni los mismos entusiasmos ni la mima creencia.
Y asimismo, analicen ese inmenso mundos infantil, consideren el juguete bárbaro, el juguete primitivo, cuyo problema consistía para el fabricante en construir una imagen tan aproximada como fuera posible con elementos tan simples, tan poco costosos como fuera posible: por ejemplo, el polichinela plano, movido por un solo hilo; los herreros que golpean el yunque; el caballo y su cabalero en tres piezas, cuatro clavijas para las piernas, la cola del caballo formando un silbato y en ocasiones el caballero llevando una plumita, lo que es un gran lujo; -es el juguete de cinco céntimos, de dos céntimos, de un céntimo. ¿Creen ustedes que esas imágenes simples crean una realidad menor en el espíritu del niño que esas maravillas del año nuevo que son más un homenaje del servilismo parásito a la riqueza de los padres que un regalo a la poesía infantil?
Tal es el juguete del pobre. Cuando salgan por las mañanas con la intención decidida de callejear solitariamente por las avenidas, llénense los bolsillos de esas pequeñas invenciones, y, junto a las tabernas, al pie de los árboles, regálenlas a los niños desconocidos y pobres que encontrarán. Verán agrandárseles desmesuradamente los ojos. Primero no se atreverán a cogerlo, dudaran de su suerte; después sus manos atraparan ávidamente el regalo, y huirán como hacen los gatos que van a comer lejos de uno el trozo que se les ha dado, al haber aprendido a desconfiar del hombre. Esta es sin duda una gran diversión.
A propósito del juguete del pobre, he visto algo aún más sencillo, pero más triste que el juguete de un céntimo: -es el juguete vivo. En una calle, detrás de la verja de un hermoso jardín, al fondo del cual aparecía un hermoso castillo, se encontraba un niño guapo y fresco, vestido con uno de esos trajes de campo llenos de coquetería. El lujo, la despreocupación y el espectáculo habitual de la riqueza hacen a esos niños tan guapos que no se les creería hechos de la misma pasta que los hijos de las mediocridades o de la pobreza. Junto a él yacía en la hierba un juguete esplendido, tan fresco como su dueño, barnizado, dorado, con un hermoso vestido, y cubierto de plumas y abalorios. Pero el niño no hacia caso a su juguete y he aquí lo que miraba: del otro lado de la verja, en la calle, entre los cardos y las ortigas, había otro niño, sucio, bastante feo, uno de esos críos en los que el moco se abre lentamente camino entre la grasa y el polvo. A través de esos barrotes de hierro simbólicos, el niño pobre mostraba al niño rico su juguete, que éste examinaba ávidamente, como un objeto raro y desconocido. Ahora bien, ¡ese juguete que el pequeño puerco provocaba, agitaba y zarandeaba en una caja agujereada era una rata viva! Los padres, por economía, habían sacado el juguete de la vida misma.
Creo que generalmente los niños actúan sobre sus juguetes; en otros términos, que su elección esta dirigida por disposiciones y deseos, vagos, es cierto, no formulados, pero muy reales. Sin embargo, no afirmaría que no suceda lo contrario, es decir, que los juguetes actúen sobre el niño, especialmente en los casos de predestinación literaria o artística. No sería sorprenderte que un niño de esta clase, a quien sus padres regalaran principalmente teatros, para que pudiera continuar sólo el placer del espectáculo y de las marionetas, se acostumbrara ya a considerar el teatro como la forma más deliciosa de lo bello.
Hay una clase de juguete que tiende a multiplicarse desde hace algún tiempo, y del que no hablaré ni bien ni mal. Me refiero al juguete científico. El principal defecto de esos jugotes es el de ser caros. Pero pueden entretener durante mucho tiempo y desarrollar en el cerebro del niño el gusto por los efectos maravillosos y sorprendentes. El estereoscopio, que da en relieve una imagen plana, pertenece a ese grupo. Tiene ya varios años. El fenakitiscopio, más antiguo, es menos conocido, Imaginen un movimiento cualquiera, por ejemplo un ejercicio de bailarín o malabarista, dividido y descompuesto en un cierto numero de movimientos; imaginen que cada uno de esos movimientos –hasta el numero de veinte, si quieren-, esté representado por una figura entera de malabarista o de bailarín, y que todos estén dibujados en torno a un circulo de cartón. Ajusten ese círculo, e igualmente otro círculo agujereado, a distancias iguales, por veinte ventanitas, a un pivote en el extremo de un mango que se sostenga lo mismo que se sostiene una pantalla ante el fuego. Las veinte figuritas, representando el movimiento descompuesto de una sola figura, se reflejan en un espejo situado frente a ustedes. Coloquen el ojo a la altura de las ventanitas, y hagan girar rápidamente los círculos. La rapidez de la rotación transforma las veinte aberturas en una sola circular, a través de la cual verán reflejarse los mismos movimientos con una precisión fantástica. Cada figurita se ha beneficiado de las otras diecinueve. En el círculo, da vueltas, y su rapidez la hace invisible; en el espejo, vista a través de la ventana giratoria, está inmóvil, ejecutando en el sitio todos los movimientos distribuidos entre las veinte figuras. El número de cuadros que se pueden crear así es infinito.
Me gustaría decir unas palabras sobre las costumbres de los niños respecto a sus juguetes, y sobre las ideas de los padres en esa conmovedora cuestión. –Hay padres que nunca regalan juguetes. Son personas graves, excesivamente graves, que no han estudiado la naturaleza, y que generalmente hacen desgraciados a todos los que les rodean. No sé porque me figuro que apestan a protestantismo. No conocen ni permiten los medios poéticos de pasar el tiempo. Son las mismas personas que darían gustosas un franco a un pobre, a condición de que se atiborarrara de pan, y le negarían siempre dos céntimos para que apagara su sed en la taberna. Cuando pienso en cierta clase de personas superrazonables y antipoéticas que tanto me han hecho sufrir, siento que el odio pellizca y agita mis nervios.
Hay otro padres que consideran los juguetes como objetos de muda adoración; hay trajes que al menos está permitido ponerse los domingos; ¡pero los juguetes deben tratarse de muy distinta manera! Y así, apenas el amigo de la casa ha depositado su ofrenda en el mandil del niño, la madre feroz y ahorrativa se precipita encima, lo guarda en un armario, y dice: Es demasiado bonito para tu edad; ¡lo usarás cuando seas mayor! Uno de mis amigos me confesó que nunca había podido disfrutar de sus juguetes. –Y cuando me hice mayor, añadía, tenia otras cosas que hacer. –Por lo demás, hay niños que hacen lo mismo: no usan sus juguetes, los economizan, los ponen en orden, hacen con ellos bibliotecas y museos, y de vez en cuando los enseñas a sus amiguitos rogándoles no tocar. Desconfiaría de buena gana de esos niños-hombres.
La mayoría de los críos quieren sobre todo ver el alma de, unos al cabo de algún tiempo de ejercicio, otros enseguida. La invasión mas o menos rápida de ese deseo es la que decide la mayor o menor longevidad del juguete. No tengo el valor de reprochar esa manía infantil: es una primera tendencia metafísica. Una vez que ese deseo se fija en la médula cerebral del niño, llena sus dedos y sus uñas de una agilidad y una fuerza singulares. El niño da vueltas y más vueltas a su juguete, lo araña, lo agita, lo golpea contra las paredes, lo tira al suelo. De vez en cuando hace que recomience sus movimientos mecánicos, a veces en sentido inverso. La vida maravillosa se detiene. El niño, como el pueblo que sitúa las Tullerías, hace un esfuerzo supremo; por último lo entreabre, él es el más fuerte. ¿Pero dónde está el alma? Aquí comienzan el estupor y la tristeza.
Hay otros que rompen enseguida el juguete apenas lo tienen entre las manos, apenas examinado: en cuanto a éstos, confieso que ignoro el sentimiento misterioso que los hace actuar. ¿Les invade una cólera supersticiosa contra esos menudos objetos que imitan la humanidad, o bien les hacen sufrir una especie de prueba masónica antes de introducirse en la vida infantil? ¡Puzzling question!
Articulo aparecido en Le Monde Litteraire el 17 de abril de 1853
Mas info:
Javier Perez Segura Nuevas imaginerias del arte: el juguete como escultura moderna PDF
1 comment:
Me ha gustado mucho el texto, es genial el hada de los juguetes, y todo lo que habla sobre los juguetes caros y baratos, o lo de la gente que no gusta de la vida poetica. Algo que siempre recuerdo es cuando tenia unos 5 años, acompañaba a mi padre a cobrar su miserrimo sueldo al banco y luego el me llevaba a lo que sería un todo a cien, una tienda de chinos, y ese día era FELIZ con mis pulseras de plástico, mis animalitos de cuerda y mis soldaditos de colores, todo un cúmulo de baratijas que a mi me parecían maravillas. ¿Donde estrá todo eso ahora?
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